6 mayo, 2024
Cultura

Joaquín Ferrer: Pintor surrealista cubano

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Por una llamada, desde Villejuif, de Serge Fauchereau, que fue quien me lo presentó hará cosa de diez años, me entero de la triste noticia de la muerte de Joaquín Ferrer. La llamada reaviva mi recuerdo de mis dos visitas a su abarrotada casa-taller en el Boulevard Brune, cerca de la Porte de Vanves, donde, entre sus cuadros, sus grabados, sus amados fetiches, y sus estampas japonesas, y en presencia de Christiana, lo recuerdo, mitad en francés, mitad en su sabroso español de Cuba, contándome su periplo.

Natural de Manzanillo, Ferrer, tras trabajar en la Compañía de Ferrocarriles, estuvo a punto de estudiar para piloto. Sin embargo, en 1952 trasladó su residencia a La Habana, iniciando el aprendizaje del arte en la Academia de San Alejandro, donde coincidió con el escultor Agustín Cárdenas, futuro compañero de exilio.

En 1958 participó en una colectiva en la Galería Habana Arte Cinema, con catálogo prologado por Severo Sarduy, al que frecuentó, al igual que a Lezama. Tres años antes, había celebrado ahí su primera individual. Presentó otras en en el Lyceum (1956), Color Luz (1957), y el MAM (1958). En su obra de aquel entonces planea la sombra tutelar de Wifredo Lam, al que frecuentó.

En 1959 Ferrer se instaló en París con una beca, en la Casa de Cuba de la Cité Universitaire. Al año siguiente, al igual que su primera mujer, Gina Pellón, o que su muy amigo Jorge Camacho, figuró en una colectiva de artistas de la isla comisariada por Roberto Altmann para la Galerie du Dragon. Nunca volvería a su país. Opuesto a la dictadura castrista, encontramos su firma al pie de varios manifiestos reclamando el retorno de la democracia. Próximo al surrealismo y a ‘Phases’, aunque reacio a cualquier militancia, coincidió con Max Ernst, Michaux o Sima en Le Point Cardinal, la maravillosa galería de Jean Hughes. En 1968 su primera individual en ella contó con catálogo prologado por Alain Bosquet, más un collage de Ernst. En 1974, la segunda la presentó Claude Esteban, que lo haría colaborar en ‘Argile’. Hughes tuvo un proyecto de libro de bibliofilia del pintor con Octavio Paz, que desgraciadamente no salió. Los cuadros del Ferrer de aquellos años son ligeros, luminosos. Laberintos de base dibujística y geométrica. Expositor luego con Albert Loeb, Les Yeux Fertiles o Anthony Meyer, en 2001 le dedicó una gran monografía Lionel Ray, que ve sus cuadros como ciudades, bosques, bibliotecas… Obra silenciosa, esencial. Ir y venir entre abstracción y figuración. Rostros, mujeres, jarrones, pájaros, mariposas, arañas, árboles, y sobre todo paisajes azules, rojizos, amarillos, de luces cambiantes, con predilección por el alba y el crepúsculo. En 2017, precisamente Fauchereau, que habla a su propósito de Piranesi, Monsu Desiderio o el Facteur Cheval, comisarió su gran retrospectiva de la Maison de l’Amérique Latine.

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