6 mayo, 2024
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Theodor Kallifatides: «Ninguna guerra soluciona más problemas de los que crea»

Theodor Kallifatides es griego, escribe en sueco y gasta porte de dandi inglés: pañuelo al cuello, chaqueta, chaleco y ojos azulísimos, sin duda mediterráneos. Fuma en pipa, aún, y ríe con todas las arrugas del rostro. Tiene voz y talento de bardo, y cada vez que alza la vista para recordar parece que enciende una hoguera: ya su memoria es una historia, una puerta a un mundo distinto del que entra y sale sin dificultades, consciente de que el pasado siempre está aquí. El autor acaba de publicar en España ‘Timandra’ (Galaxia Gutenberg), una novela que alumbró en los años noventa y en la que le pide la voz a la mujer del título para llevarnos a la Atenas de

 Pericles y allí contarnos las atrocidades de Alcibíades en la Guerra del Peloponeso. Un relato que conecta su biografía con la antigüedad. Y que vibra en el presente.

—¿Qué le une a Timandra?

—Pues es una historia… Yo nací dos años antes de la Segunda Guerra Mundial. Y viví la ocupación alemana, y después de eso tuvimos una guerra civil en Grecia. Durante ocho años no tuve más compañía que la de mi madre y mi abuela. Solo mujeres. Era una época en la que no había nada para comer. Y todas las mujeres del pueblo en el que vivíamos se levantaban muy temprano, y subían a las montañas para buscar raíces que fueran comestibles. Pero éramos unos críos, y no podíamos masticar algo tan duro, así que ellas se sentaban en un banco frente a la iglesia y masticaban las raíces para dárnoslas a nosotros. Y así sobrevivimos: por estas mujeres. Porque muchos hombres nunca volvieron de la guerra. Y mi padre estuvo en la cárcel, y entonces no sabíamos si estaba vivo o no… Así que siempre quise escribir algo sobre el papel de las mujeres en la vida social en tiempos de guerra. Porque gracias a ellas la vida continuó.

—¿Aún recuerda aquellos días?

—Si tienes este tipo de experiencias están ahí todo el tiempo, no se van. Las tratas de olvidar, pero no puedes… Recuerdo que mi madre estaba llorando todo el día. Y su madre, una mujer delgadísima, se hizo un hatillo con una cebolla, algunas olivas, un trozo de pan, y se fue de pueblo en pueblo buscando a mi padre, porque no sabía en qué prisión estaba. Tardó un mes en encontrarlo. Y no le querían dejar verlo. Pero se plantó allí hasta que se lo permitieron. Al volver a casa dijo: «hija, no te preocupes, tu marido está vivo».

—Timandra…

—Decidí escribir sobre ella porque es una mujer hermosa, porque es fuerte, porque es inteligente, y porque además se preocupaba de los cuidados. Estaba rodeada de hombres que eran inteligentes, algunos incluso apuestos, pero que no cuidaban de nadie: la guerra era su trabajo, la lucha era su trabajo, regresar era su trabajo. Además, ella fue la última persona que vio a Alcibíades vivo.

—¿Y qué le interesa de Alicibíades?

—Para mí, como griego, es todo un símbolo. Es alguien que lo tiene todo. Es rico, viene de buena familia (su tío era Pericles), es muy inteligente, tiene los mejores profesores de su tiempo (Sócrates se enamoró de él), y sin embargo… es el inventor de la destrucción total. Destruyó la Isla de Melos ¡por completo! Ni las mujeres ni los niños sobrevivieron. Fue el primer holocausto del mundo. Alcibíades es el tipo de villano que ahora está en política: gente como Putin, como Gaddafi, como Bolsonaro… Destructores.

Kallifatides, en un momento de la entrevista – Ignacio Gil

—¿Qué piensa cuando ve esta nueva guerra en Europa?

—Me afecta mucho… Es una guerra cruel. Y todas las guerras acaban siendo un sinsentido, al final. No hay una sola guerra en la historia de la humanidad que haya solucionado más problemas de los que ha creado. Por ejemplo: la Segunda Guerra Mundial. Vale, se hizo en nombre de la democracia, y la democracia ganó. ¿Pero qué pasó después? ¿Dónde estaba la democracia? Grecia se convirtió en un país fascista. Polonia y todo el Este cayeron en manos de Stalin. Los franceses, los belgas y los alemanes se quedaron África: Argelia, Marruecos… ¡Ese fue el resultado de la gran guerra en defensa de la libertad y la democracia! Incluso hoy seguimos pagando las consecuencias de aquella guerra.

—No sé hasta qué punto la guerra ha marcado la literatura occidental. Porque está ahí desde el principio, con Homero.

—El propio Homero dijo en la ‘Ilíada’ que la guerra es la fuente de todas las lágrimas. No de muchas lágrimas, no, de todas. Por eso escribió contra la guerra: la ‘Ilíada’ es el primer poema antibelicista de la historia, y tal vez aún el mejor. Pero nunca se ha leído así. Lo leemos como una historia heroica. ¡Pero si Aquiles fue un asesino! Él asesinó a doce jóvenes como venganza por su amigo muerto. Y no obtuvo ningún placer de eso… Parece que tenemos esta idea de que la guerra despierta en los hombres algunas virtudes que necesitamos, como la valentía, como el orgullo, como el arrojo. Pero hay que leer.

—Precisamente en su libro ‘El asedio de Troya’, ambientado en la Segunda Guerra Mundial, una maestra griega decide leerle a sus alumnos la ‘Ilíada’… ¿Es una buena lectura para estos tiempos?

—Sí, porque la ‘Ilíada’ nos muestra todas las atrocidades del mundo. Homero entra en los detalles de la batalla, en la lanza que atraviesa la carne, en la sangre que mana de la herida. Muchos le han criticado eso, pero yo creo que la idea de fondo es mostrar que la guerra no es un juego. Que la guerra es dolor. Que la guerra va de eso: de matar gente. Y decir esto es ridículo, pero es que después de la Segunda Guerra Mundial hemos hecho cientos y cientos de películas sobre la guerra. Y la mayoría de ellas son divertidas. Tienes al héroe, al estúpido, al duro, al japonés que nunca muere hasta que muere… Hemos hecho una industria de entretenimiento alrededor de la guerra. Pero Homero hizo lo contrario. Intentó decirnos: ¡no lo hagas! Pero nosotros no escuchamos.

—Le cito: «La barbarie y la juventud siempre terminan ganando y solo son vencidas por el tiempo, que trae a otros nuevos bárbaros». ¿Estamos condenados a la barbarie?

—Sí, eso creo. Mi teoría es muy simple. Hay algunas experiencias humanas básicas que no se pueden heredar. El color de tu pelo, tus ojos, tu nariz, eso puedes heredarlo. Pero no puedes heredar la honestidad de tu padre, eso no va en el esperma [y suelta una carcajada]. Entonces, el ser humano tiene que aprender a ser humano en cada generación. Cada vez que nace un niño empezamos de cero: todos los niños llegan al mundo como bárbaros felices, porque no saben nada. Y la juventud siempre es más fuerte, a la larga. Por eso la cultura es importante. Porque te da la oportunidad de archivar en algún sitio la experiencia humana: el amor por los demás, la empatía por los demás, la honestidad… Eso no lo heredas, pero lo puedes encontrar en los libros, en los poemas, en las esculturas. Ahí está lo que significa ser humano.

El escritor, recordando
El escritor, recordando – Ignacio Gil

—Por cierto, hay algo muy bello en que su título más popular, al menos en España, sea ‘Otra vida por vivir’, el libro con el que volvió a utilizar el griego tras décadas escribiendo en sueco…

—Ese libro lo escribí porque fui a Grecia y vi una representación infantil de una tragedia de Esquilo. Y escuchar esa lengua… Casi me caigo. Fue hermoso escuchar otra vez ese idioma tan rico. Y me dije: ¿por qué no escribo en mi lengua? Y a la mañana siguiente empecé a escribir. Me costó mucho, al principio, pero entonces dejé de pensar que estaba haciendo un libro y me imaginé que estaba escribiendo una carta a un amigo. Y todo voló. Yo venía de un gran bloqueo creativo, y creo que parte de la intensidad del libro se debe a que estuve en silencio durante mucho tiempo. Estuvo mucho sin escribir: creía que había perdido la voz. Por eso este libro es especial. Y el éxito que tuvo aquí en España fue una gran sorpresa para mí. El interés por el libro, el amor que despertó, no es que fuera increíble, es que aún me resulta conmovedor.

—¿Recuerda cuándo se descubrió escritor?

—Yo nunca decidí ser escritor. Simplemente pasó. Tenía cinco años, y, como he dicho, vivía en una aldea con mi madre. Grecia estaba ocupada por los alemanes, y estos decidieron ejecutar a un hombre de unos cuarenta años por hacer una broma ante la policía. Era un hombre con algún tipo de discapacidad, no tenía maldad ninguna… La ejecución fue pública, frente a la iglesia, y todos los habitantes del pueblo tuvimos que asistir. Era obligatorio. Recuerdo que mi madre me llevó de la mano. Los agentes le preguntaron al hombre si quería que le vendaran los ojos, pero él dijo que no. Cuando le dispararon cayó hacia delante, y antes nuestros ojos se encontraron. Al llegar a casa esa tarde no salí a jugar con la niña que me gustaba, como hacía siempre, sino que me quedé escribiendo. No sé lo que escribí, pero sí que se lo di a mi padre muchos meses después, cuando al fin volvió a casa. Lo cogió, lo leyó y no me dijo ni una palabra: simplemente me dio una palmada en la cabeza y se metió el papel dentro del bolsillo de la chaqueta. Y lo guardó hasta que murió. Nunca volví a leer aquel texto, pero desde ese día nunca he dejado de escribir. Y luego está… ¿Hay tiempo para otra historia?

—Claro.

—Es otro recuerdo clave en mi historia de escritor [ríe]. Tenía once años, aproximadamente, y estaba en la escuela, ya en Atenas. Nuestro profesor nos mandaba a dar un paseo por la ciudad y, al volver, nos decía que teníamos que contar nuestras experiencias. Era muy divertido. Lo hacíamos todos los sábados. Y recuerdo que una de las primeras veces acabé en un parque y vi a una pareja haciendo el amor. Fue terrible. Nunca había visto nada igual. Ella tenía la cara roja, como un carabinero, y se movía de forma violenta. Salí corriendo de allí. Y luego no paraba de pensar en qué demonios iba a escribir. Cómo iba a contar aquello. Al final decidí contar una guerra de hormigas, entre dos ejércitos de hormigas [ríe de nuevo]. El profesor dijo que era la mejor redacción de toda la clase, y decidió leerla en alto. Eso me hizo muy popular en el colegio. Hasta entonces era un don nadie, pero con ese texto me convertí en el rey. Acabé escribiendo las cartas de amor de todos los alumnos. Y eran todas para la misma chica, para la reina de la clase… Fue un gran ejercicio de estilo: escribir veinte cartas de amor de veinte chicos distintos a la misma chica [y otra carcajada más]. ¡Y me pagaban en canicas!

—¿Y aún sigue escribiendo?

—Algunas cosas: artículos, breves reflexiones. Pero ya no es lo mismo. Hace unos años no me imaginaba un solo día sin escribir, pero ahora ya no es así. Es demasiado esfuerzo. Como dijo Philip Roth cuando se retiró… he escrito para ser feliz los últimos años de mi vida.

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