12 mayo, 2024
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El premio Nadal, desde dentro: la ficción soñada que se hizo realidad

El periodismo y la literatura van siempre de la mano, pues ambos trabajan con la materia prima más delicada y extraordinaria que existe: las palabras. Y los editores de uno y otro oficio, en los que palpitan pasiones a veces enfrentadas, siempre dicen lo mismo: el arranque es lo más importante del texto, en la realidad y en la ficción. Y así decidió Joan Didion (1934-2021) comenzar ‘El año del pensamiento mágico’ (2005): «La vida cambia deprisa. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba».

Yo me enfrento a esta crónica consciente de que es la más difícil, por emocionante, de cuantas he tenido la suerte, el privilegio de escribir hasta

 ahora. A Didion la vida le cambió por un triste suceso, terrible y doloroso, el inesperado fallecimiento de su marido, como a mí me sucedió muchos años antes, cuando no sabía que las madres se morían. Hace unos días, la vida se me volvió a poner patas arriba en ese instante que lo cambia todo, pero esta vez fue por un motivo de dicha, de felicidad extrema y también inusitada. Cuando me comunicaron que había ganado el premio Nadal 2022, me refugié, por pudor, en esa tercera persona a la que tantas veces recurren los escritores.

La sensación de irrealidad, de que aquella noticia la estuviera protagonizando otra persona, una a la que después yo tendría que entrevistar, me invadió, y creo que todavía hoy no he logrado desprenderme de ella. El Nadal es la casa literaria por excelencia, hogar de Carmen Laforet, de Miguel Delibes, de Ana María Matute, de Rafael Sánchez Ferlosio, de Carmen Martín Gaite… Mi nombre no podía aparecer junto a ellos, miembros ilustres de la biblioteca que sigue alimentando mis sueños a diario, sobre todo cada noche. Era imposible, y aun así cierto, la prueba evidente de que, a veces, las ficciones que inventamos para nosotros mismos se hacen realidad.

En el tren que un día tan mágico como el de Reyes, jornada en la que se entrega el premio desde su fundación en 1944, me llevó a Barcelona mi cabeza seguía instalada en la negación, pese a llevar el discurso memorizado y el esmoquin planchado en la maleta. Me veía como Andrea, esa chica rara y fascinante que protagoniza ‘Nada’, la novela con la que Laforet ganó el primer Nadal, al llegar a la Ciudad Condal en busca de una nueva vida.

En el trayecto, a medida que iba pasando el tiempo, la parte de mi yo que se permite ser feliz de vez en cuando empezó a emerger hasta la superficie de un entorno dominado todavía por las mascarillas y los gestos de cariño contenidos. Y comencé a repetirme, para mis adentros, aunque ganas me daban de gritarlo a los cuatro vientos: «La alegría es nuestro deber diario». Una frase de Kafka a la que recurría con frecuencia Belén Bermejo, mi editora, amiga del alma, mi ángel, siempre en el recuerdo, en cada página de mi imaginación. Y, luego, aquello que dijo García Lorca, o algo parecido: «Hay que ser alegres. Tenemos el deber de ser alegres». Así ha sido siempre, y ahora más que nunca.

Descendí del tren en la estación de Sants y me dejé dominar, por fin, por esos nervios buenos, como las cursis mariposas que anidan en el estómago cuando el querer es verdadero, que te aceleran el corazón hasta desbocarlo de pura emoción. Cogí un taxi y me dirigí hasta el hotel Palace, donde pocas horas después estaba prevista la ceremonia de entrega del galardón. El boato tradicional, con cena literaria y la presencia de políticos y autoridades, además de escritores, editores, agentes y periodistas, tuvo que ser sustituido, un año más, por un acto más escueto y aséptico debido a la pandemia y sus todavía graves estragos. Pero el escenario y el contexto eran los mismos. Y yo, ya sí lo tenía claro, aunque siga rehuyendo la primera persona, era la protagonista.

Abrí los ojos, literalmente, al bajar del taxi en la puerta del majestuoso hotel, engalanado para la ocasión, y vi el cartel anunciador del premio, hermano del Josep Pla. La liturgia del galardón obligaba a no dejarme ver demasiado hasta que se hiciera público mi nombre, tras la comparecencia del jurado, por lo que mi habitación se convirtió en improvisado refugio. Comí frugalmente y, al terminar, experimenté la necesidad imperiosa de… bailar. Sí, sí, de bailar. Yo, la misma persona introvertida, tímida y reservada que se ruboriza con un susurro, necesitaba bailar. Y lo hice. Bailé hasta perder el aliento al ritmo de Raphael y su ‘Gran noche’, aunque tampoco le hubiera hecho ascos a ningún tema de Raffaella Carrà.

Me acuerdo

Liberada la tensión, y ya vestida para la ocasión, siempre fiel a mí misma, como Noray, el personaje principal de ‘Las formas del querer’, la novela de mi vida, aunque no textualmente, bajé al hall del hotel. En el ascensor, al mirarme en el espejo, me reconocí. Era el reflejo de la literatura, el único que nunca miente. Me acuerdo, como Joe Brainard, de cada paso que di a partir de ese momento. Me acuerdo de saludar, emocionada, a Emili Rosales y a Anna Soldevila, editores de Destino. Me acuerdo de inclinarme, en ese bonito gesto oriental que nos hemos visto obligados a incorporar a nuestras costumbres, a Care Santos y a Alicia Giménez Bartlett, miembros del jurado presentes. Me acuerdo de chocar el puño, tembloroso, de Toni Cruanyes, ganador del Josep Pla. Me acuerdo de asomarme, desde la prudente distancia, al salón en el que los compañeros de la prensa esperaban, expectantes, el veredicto. Me acuerdo de sentarme en una silla en la que figuraba el cartel de ‘Ganadora del premio Nadal’.

Me acuerdo del nudo que se me puso en la garganta al empezar el acto. Me acuerdo de pensar en mi madre cuando la portavoz del jurado dijo mi nombre. Me acuerdo de subir al estrado, con el móvil en el bolsillo como chuleta por si me quedaba en blanco y era incapaz de pronunciar el discurso. Me acuerdo de recibir el galardón de manos de Emili Rosales. Me acuerdo de no saber dónde colocar la mascarilla, tan ineficaz ante los focos. Me acuerdo de sonreír al localizar las miradas cómplices de los amigos que estaban en la rueda de prensa. Me acuerdo de escuchar mi propia voz, frágil, detrás del estrado. Me acuerdo de los fotógrafos y de todas las preguntas que vinieron después. Me acuerdo de que el teléfono no paraba de vibrar. Me acuerdo de los cientos de mensajes de felicitación. Me acuerdo de que fui feliz, inmensamente feliz, como Ana María Matute cuando ganó el premio Cervantes.

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